domingo, 28 de agosto de 2016

ESE PEDAZO DEL EDEN PERDIDO

El 20 de septiembre de 1892 nació en el Municipio de Gualmatán Julio Cesar Banavides. en la vereda Cuatis, en el sitio denominado El Molino. Desde este pequeño terruño se relata el nacimiento de una libro que tiene por nombre ESE PEDAZO DEL EDÉN PERDIDO. Si significado trasciende el territorio y se implica con la vida del Ilustre científico, poeta y  humanista que esta tierra vio nacer. 

Este es un primer capitulo:



1.      EN EL EDÉN DE LA VIDA.



No sé qué tiene ese rincón querido
Do el hombre nace su pasión encierra
Ese pedazo del edén perdido
Ese que llama cada cual su tierra.

(Julio César Benavides Chamorro)


La tierra giró sobre su eje y el sol volvió a recorrer los espacios inundados de verde natural. El espacio natural se llenó de colores y matices dejando al descubierto un pedazo del edén perdido.

Una bandada de golondrinas surcó el cielo fresco de la mañana al vaivén de sus silbidos, llegó la hora de buscar el alimento y menguar el hambre del animal silvestre. Los gallos en sus costumbres diligentes marcaban la hora originaria anunciando que la faena del campo estaba abierta para los moradores del pequeño paraje. Una tarea de labores familiares, agrícolas y pecuarias se desplegaba como cosa cotidiana y rutinaria. Un aire del sur agitaba los frondosos eucaliptos, arrayanes, alisos, cedrillos y las variadas flores dispersas en los prados y en las orillas en un viejo camino.

Los pequeños bosques se dejaban acariciar por las aves viajeras y un fresco nubarrón abandonaba crepúsculo matutino. Llovía de manera tenue... el cielo gemía algunos montones desteñidos de sombras mojadas. El canto fuerte del rio Cuatis hacía presentir que más tarde habría una tormenta. Ese presagio era develado por el aleteo de las mariposas amarillas que se posaban ágiles en los pétalos de las flores del campo, queriendo decir que el polen de las flores, debe recogerse pronto.

El acontecer de la vida y la cotidianidad rural marcaban el hito de un nuevo día. Y no era una día cualquiera… este día se tornaba especial.  Entre sus pobladores, humildes campesinos, todo se llenaba de colores y de existencia. Por los campos vestidos de matices, caminaban las esperanzas de un pequeño terruño; ellos, los cultivadores de vida, recorrían el campo, soñando, contemplando y recordando algunos amores de su vida. En sus rostros se podía ver el cansancio y a la vez el deseo de trasformar los labrantíos, de tener esperanzas y de gozar con la riqueza del edén perdido.

En los hogares se respiraba la paz, la armonía y muchísimo cristianismo. No había lugar donde no se tenía en Cristo del Señor de los Milagros, el cuadro de las Ánimas Benditas o la Virgen de las Lajas. Era gente de buen corazón, que cultivaban el maíz, la papa, la cebada y otros productos de pan coger. La tierra era muy rica para la ganadería, los pastos de las ovejas y el cuidado de los animales domésticos.

Los niños y niñas camino a la escuela, jugueteaban con las ovejas que pastaban a su vera. Ovejas de abundante lana cuyo producto era trasformado por las manos callosas de una mujer campesina en hermosos ponchos o ruanas de varios colores. El camino mojado y agrietado hacia que el transitar de los pequeños se volviera lento, pero a la vez agradable porque se podía disfrutar de la frescura de la naturaleza, de la extensa vegetación de rosas blancas, arboles de ciprés, eucalipto y chilacuanes.
En ese campo multicolor y rico en especies naturales, de casas solariegas, del pequeño rincón donde la gente acudía llevando el trigo para trasformar en harina, nació una vida prodigiosa, como el sol de todas las mañanas. En la casa grande incrustada en las faldas de una bella colina, hoy ya derruida por el tiempo; en esos viejos molinos que funcionaban con la fuerza del agua y con la fuerza bruta de los labriegos, don Santiago Benavides y doña Teodosia Chamorro, trajeron al mundo como fruto del amor eterno a Julio César Benavides Chamorro. 

Un 20 de septiembre de 1892[1], el pequeño edén se llenó de júbilo y todas las familias cercanas se alegraron de la noticia. Para la familia Benavides Chamorro, el día comenzaba antes del amanecer. Primero había que alimentar al ganado, recoger los huevos, ordeñar las vacas. Incluso había que acopiar la hierba de los cuyes y organizar las palas para esperar a los trabajadores. Y segundo, disfrutar del atardecer y amanecer entregado el determinismo natural del campo.  

Doña Teodosia en la noche había organizado algunas prendas personales y alistado los atuendos para la llegada del niño. Pero ella, estaba tan acostumbrada a ayudar en las tareas matutinas de la hacienda que olvidó prepararse para el parto. La vida de campo era rutinaria pues tan sólo variaba el número de animales de los que había que ocuparse, el cultivo por atender y las condiciones climáticas en las que tocaba que hacerlo. Por ello, la llegada de un niño estaba mediada por las cosas que a diario acontecían, por las faenas del trabajo y las circunstancias familiares.

Ese día doña Teodosia caminó un poco por los pasillos de la casa principal. Una casa hecha de tapias, adobe pisado, pilastras rústicas decoradas con abundantes flores como geranios, petunias, margaritas y helechos.  Luego se paseó por el corral de los perros y las gallinas.  Hacía un poco frío, pero este resultaba agradable. Recorría todos los días el mismo camino angosto marcado con la huellas de sus años. El aire frio parecía pegarse a su piel. Con el pasto mojado y el camino fangoso hizo que las botas se hundieran un poco. El peso de la barriga ayudaba a que el caminar fuera pausado. Volvió a mirar el cielo y se apresuró para estar en casa. Cuando acabó de alimentar a los animales y los sacó de los corrales, ya casi había amanecido. Don Santiago le había dicho que convenía quedarse en la cocina porque el día amenazaba lluvias.  Pasaron unos instantes. Rezó y tomó en sus manos el crucifijo del Señor de los Milagros. Pensó en su hijo que se movía en el vientre. Tomó un poco de agua de manzanilla.  Su respirar estaba acelerado. Se sentó en el sillón y descansó.  Observó a don Santiago dirigirse hacia el establo improvisado con maderas de eucalipto donde las vacas aguardaban para que las ordeñaran.

Gritó fuerte. –Santiago, ¡el niño llega, el niño llega!

El eco en la sala grande se confundió con el grito de auxilio. Con su propia fuerza fémina, se ubicó en la cama. Martha, una señora que servía en la casa, le ayudó con las sabanas y una vasija de agua. Pujó fuerte. Sintió un vacío. Su cara se llenó de sudor. Tenía un poco de ansiedad y miedo. Lloró, si, lloró de la alegría y por la llegada de ese nuevo ser. El parto era en casa y en las condiciones naturales.  Estaba pálida y con la boca seca. Entonces volvió a gritar.

-Santiago, ¡socórreme! 
-Santiago, ¡ayúdame!

Martha salió corriendo a buscar al señor de la casa. Don Santiago por el instinto de la naturaleza sintió el grito en su corazón. Una parte de su vida estaba en camino. Dejó que las vacas se desplegaran solas por el camino que conduce al amplio sendero del rio y con un salto de atleta, puso un pie en la sala.

-Mi hijo, gritó con júbilo, se viene.
- Ya viene Santiago. Ven pronto.

Al instante de expresar estas palabras, el niño dejó el vientre de doña Teodosia y con una fuerza inusitada se posó en las manos de su madre. Lo tomó en sus brazos y dio susurros de alegría, hizo que la criatura de nueve meses de vida se cobijara entre sus regazos.

-Teodosia, mi amada.- Dijo don Santiago. Y la asistió con sus caricias masculinas.

Los dos juntos tomaron al niño y lo llenaron de sentimientos naturales y expresiones de arrullo cargadas de lenguajes maternales.  Ese día el sol rompió los fuertes nubarrones y la mañana se llenó de calor.  El presentimiento de la lluvia dejó de ser algo pasajero.

…Allí rodeado del cariño y comprensión de sus padres, trascurrieron los primeros años de su infancia y, a no dudarlo, grabó en su mente y en su afecto para el consciente, subconsciente  el verdor  y anaranjar de los trigales, el proceso del maíz  y las papas desde sus semillas bajo tierra hasta contemplarlas convertidas en maduro fruto para el sustento diario de los habitantes de la región, y cuyos excedentes eran vendidos a negociantes lugareños para luego ser exportados de acuerdo a su sistema de comunicación y transporte de la época[2].

Doña Teodosia, abrigó en su piel la frescura de su hijo y arropó entre sabanas la esperanza de la una vida naciente. Su mente se llenó de imágenes celestiales y su corazón se consagró al Divino Niño. Divisó el paisaje de su bella tierra. Abrigó las esperanzas de forjar en su hijo los nobles valores de su estirpe. Hizo que su esposo se sentara junto a la cama para abrigar los sueños. Tomó sus manos y confirmó el pacto de sus amores y la grandeza de su familia.

La mañana se llenó de calor intenso y su cuarto de aromas silvestres. Una dalia multicolor se abrió hermosamente ofreciendo su néctar a las abejas. En el regazo de una familia cristiana se fue tejiendo la nobleza de un pequeño niño que más tarde lo bautizó con el nombre de Julio Cesar Benavides Chamorro.





[1]Chaves, Edmundo Wilfredo. Vida y Obra de Julio César Benavides. Inventor del Aeromóvil. San Juan de Pasto. 1997, p. 15.
[2]Hormaza, Miguel Ángel. A los cincuenta años de la muerte de don Julio César Benavides Chamorro  En: Revista Promoción 61, 2ª edición, 1981, p. 15